martes, 25 de noviembre de 2008

El Pobre Lovelock Tenía Razón

Un hombre gritó "Gaia" desde la ventana de un hospital, llevaba tantos años ahí sentado que ni él se acordaba porqué lo llamaban enfermo. El grito chocó contra la ciudad y se perdió en el aire. Un anciano que cruzaba la calle lo escuchó desvanecer, y ahí parado, mientras buscaba ciegamente su procedencia, abrazando un maletín de cuero desteñido y a muy pocos instantes de ser arroyado por una mujer que alternaba el control de su BMW con el de su celular, calló y se volvió suelo. Así no más: suelo. Luego sucedió lo mismo con la carnavalesca mujer de los cocos, y como si estuvieran sincronizados cayeron al tiempo el niño que lloraba por nada y el hombre de la ventana del hospital que explotó en el asfalto como miles de esporas. La diferencia entre duelo y suicidio despareció cuando un ladrón disparó a un policía que desenfundaba torpemente su arma. Cayeron en uno solo. Un vegetariano que mordía una insípida zanahoria masticaba sin darse cuenta sus pies y lo disfrutó antes de desintegrarse. Era la convergencia de las especies. La creación galvanica avanzando a una escala inimaginable por todo el planeta. Por una millonésima de segundo se vieron al hombre iguana y la mujer foca sobre la tierra, parecían danzar con una música ininteligible. Luego ya no existían y la sangre se había vuelto clorofila.
Lejos de la casualidad y siguiendo fielmente la serie de Fibonacci, todos en la tierra se volvieron extremidades de un solo organismo. Un organismo más bello que la suma de todas sus partes. El pobre Lovelock tenía razón, pero al amanecer, ya no existía nadie para decirlo.

Deshidratación




Que su perro haya muerto por deshidratación no es motivo para que Salomón ahogue al gato. Tampoco es motivo para que no haya salido de su cuarto en tres semanas, ni para pensar en vivir sumergido en la piscina de los Zuluaga. Que el perro haya muerto de esa forma no debe ser motivo para nada. Ni para salvar al mundo. Pero Salomón insistió en que nadie debía morir deshidratado, insistió en salvar al mundo. Por su terquedad es que se paró 5 horas diarias en la puerta de su casa con una manguera, rociando a todos y cada uno de los seres vivos que cruzan por ahí. Ya nadie quería caminar frente a su casa. La historia se regó por toda la ciudad, ni los carros ni los buses pasaban por la calle 46 con 32, ni los niños ni los vecinos, ni los del correo, ni sus padres llegaban a la casa por la entrada; preferían brincar a diario la cerca por la parte de atrás como ladrones. El costo del agua los estaba arruinando y el frente de la casa parecía más una laguna que un jardín. Sus padres no aguantaban más la situación, pero todo ese rencor y resentimiento duró hasta el día en que la mamá de Salomón calló muerta mientras cocinaba una torta de banano. Calló deshidratada. Luego murió el del correo y luego cada uno de los vecinos. A los días la piscina de los Zuluaga no daba abasto. A decir verdad, ninguna piscina daba abasto. El agua costaba más que la gasolina y la lluvia se volvió un mito.

Para que su gato no muriera, Salomón lo amarró de su cintura y se sumergió en la piscina de los Zuluaga, pero el gato entre arañidos y convulsiones murió ahogado. Salomón no lo supo hasta algunas horas después cuando decidió encerrarse en su cuarto a llorar por el mundo. A las tres semanas vio como todos los que conocía se habían vuelto uvas pasas, parecían mangos que llevan años en la nevera, sus pieles parecían más un símbolo que una protección. Todos flotaban en esas pequeñas concentraciones de agua y cloro. Entonces, llovió. El planeta se inundó como nunca. El agua invadió todos los rincones del mundo. El agua se metió entre el florero de Llorente y la espada de Bolívar, se metió entre el cadáver de Walt Disney y el de Lenin. Luego todos los cuerpos se comenzaron a disolver en el agua y ésta se tornó roja como sopa de tomate. Fue entonces cuando Salomón navegó el planeta sólo, lo navegó en un bote que construyó con dos escritorios y un ventilador. Navegó por lo que fue Mocarí y Momil. Y ahí, mientras buscaba algún sobreviviente, con su gato colgando del cinturón, a solo 10 centímetros del cielo, se preguntó si en verdad estaba equivocado, si la muerte de su perro no era motivo para intentar salvar al mundo.

Un Camino al Infierno

Nadie, ni Carmenza que lo encontraba a diario fisgoneando a la vecina, se imaginó que Nicolás terminaría en el infierno.

A los 8 años, husmeando entre los muebles viejos del abuelo, Nicolás encontró una puerta en el suelo que abría a un túnel y bajaba tan profundo que no se vislumbraba fondo alguno. Nicolás sin pensarlo dos veces, valiente como pocos, se lanzó al interior del túnel y simplemente calló. Calló horas, días, semanas y años. Calló tanto que comenzó a sentir cómo le crecía la barba y siguió cayendo. Sus padres al descubrir qué había sucedido enviaron cellar la puerta al túnel y nunca más hablaron del tema. Lo olvidaron todo de la misma forma que Nicolás olvidó el hambre y el sueño mientras caía. Las familias respetables tienen que hacer sacrificios por el ejemplo de las nuevas generaciones, dijo su madre mientras tomaba una copa de vino, nosotros somos de la tierra. Nicolás odió a sus padres por dejar el túnel a su alcance, a su abuelo por sus cosas viejas, al mundo por no advertirle. Su ira le terminó de quemar la ropa que ya se le había destrozado con su cuerpo, y sin darse cuenta, un día mientras odiaba al mundo, igual que como comenzó a caer; calló, echo todo un demonio.