lunes, 29 de diciembre de 2008

La Invasión del burro y otros pequeños relatos interrelacionados de la Troja.


En la propiedad solo había una palmera, y no medía más de metro y medio. El camino que pasaba junto a la palmera, llegaba a una cabaña, una pradera envidiable, un olor a mango, y un garaje donde había una camioneta que el pintor solo usaba para escuchar música. La zona era costera y de un caribe tal que la brisa penetraba como propietaria. La música la formaban 3 mariamulatas y el crujir de una silla de madera en el estudio del pintor, por que las pinceladas, perecían venir de un mundo donde el sonido no importaba.
El sonido de la silla se esfumó y el pintor atravesó la puerta con un bostezo como si se le fuera a desencajar la quijada. Se quedó en el porche con la mirada perdida. Se rascó la cabeza con la mano llena de pintura roja y se acostó en la hamaca donde había un libro que mandó al carajo sin saber que la Francesa llegaría a buscar después de terminar la torta de plátano.
El atardecer había comenzado y ya no había música, ni pintura, y nada para escribir mientras duraba, la puesta terminó, y como si estuviera esperando prudentemente para no interrumpir, entró el olor a plátano cocinado, pero no encontró a nadie para descrestar, por que el pintor, sin darse cuenta había sido tragado por la hamaca como si fuera la boca de un animal incierto pero con un colorido deslumbrante. Solo había quedado de la lucha un pedazo de pantalón, y algunas rastros de sangre. Estos animales siempre se han destacado por su furia cuando se encuentran en celo.
La Francesa apareció, practicando un trabalenguas que le enredaba la erre y al descubrir lo que había sucedido, descolgó la hamaca, la azotó con una escoba hasta que le salieron ampollas y la escondió en un closet en el estudio del pintor, no fuera que algún día por cansancio le diera por sentarse a mecerse en la boca de un animal tan hambreado. La Francesa tomó el libro que el pintor había mandado al carajo, se sentó en la grama a comer torta de plátano mientras leía, esa noche le dolió el estomago como nunca, pero durmió contenta, por que por primera vez en su vida, la torta de plátano le había quedado mejor que su pie de manzana.

La Francesa continuó su vida, pero no fue capaz de hablar con su familia de lo que había sucedido con el pintor, así que en un par de visitas inesperadas tuvo que contratar a un vendedor de pescados que se asemejaba bastante a lo que dejaba ver la única foto que ella había enviado a Europa del pintor. Su familia cada vez se iba más encantada con la elegancia y el carisma del hombre que llevaba la comida a la casa.

Siete años después apareció el pintor, traía una barba desorientada que le llegaba a las rodillas y le faltaba un dedo en la mano izquierda, era fácil darse cuenta que le había tocado luchar el regreso. Ni la francesa ni los perros lo reconocían, pero había algo en sus ojos que nos daba a entender la furia que le tenía a las hamacas. Tomó un hacha y comenzó a talar las columnas de la casa, para que a nadie se le ocurriera volver a colgar hamaca alguna, pero el peso estaba mal distribuido y el segundo piso calló y mató dos de las mariamulatas que ya entraban a comer en la casa pedazos de torta de plátano. La palmera que había crecido diez centímetros en 7 años dejó caer dos de sus pequeño cocos por el estruendo y un pedazo de teja le corto al pintor el mismo dedo que le faltaba en la mano izquierda en la derecha. la Francesa ni cuenta se dio, por que solo le faltaban tres páginas para terminar el libro que había comenzado diez años atrás, el libro: La Invasión del Burro, el autor: un hombre al que le llamaban cariñosamente ¨ Tolíma ¨.
El aire caliente que sentía en el cuello, hizo que la Francesa se distanciara de su lectura, para encontrar junto a ella, un pequeño burro que ya intentaba masticarle el pelo. Del susto volvió a mandar el libro al carajo y corrió por su vida, o al menos así lo relató veinte años después a su nieta Soledad, el día que le descubrió el libro debajo de la cama. Ahí, en medio de un árbol de mangos que apenas comenzaba a crecer, se escondió el libro durante 18 años, viendo crecer las matas de coquito.
Una mañana, cuando Soledad jugaba con una gallina que había vestido con una de las pelucas del pintor, encontró el libro al que ya le habían crecido dos matas de plátano y un árbol de corozo, el mejor corozo de la región dicen las malas lenguas. Soledad no sabía leer, pero eso no la detuvo para sentarse a mirarlo. Las palabras no hacia faltan leerlas, por que gracias a la genialidad de Tolíma, el masaje se transmitía en la forma como estaban organizadas las oraciones, de por sí, Tolíma no sabía escribir cuando lo escribió, pero no hacía falta que supiera, por que ésta era una época en la que el mensaje estaba por encima del idioma, de la gramática, o de cualquiera de esos formalismos que trajeron muchos años después los colonizadores. En la Troja ya habían más de nueve mil burros, setecientas gallinas, una palmera, un árbol de mangos, una mata de plátano y el famoso árbol de corozo. La estructura era muy parecida a la que habíamos conocido muchos antes, pero un poco más conmutativa. El primer piso que había quedado destruido se mandó a reconstruir en el segundo, así que la entrada de la casa quedaba por arriba, y el estudio cada vez se hacía más estrecho, por que como el pintor no quería columnas, había que sostener todo con pirámides de arcilla, pero como no se conseguía arcilla, terminaban haciendo una mezcla de mierda de burro, barro y corozo.

La Invasión del Burro hablaba de cosas cotidianas, nada que un campesino no supiera, pero te agarraba de una manera que te hacía dependiente.
Después de perder el libro, La Francesa lo buscó por todas partes, estaba tan desesperada que salió corriendo por el camino que pasaba junto a la palmera. Desenterró el cadáver de Tolíma para ver si el libro no se había metido en la tumba. No encontró más que un montón de huesos y dos totumas llenas de tabaco. Así que siguió corriendo. Corrió y corrió hasta llegar a Francia. Durmió dos semanas completas en Reims. Al despertar decidió regresar por barco para cerciorarse de que el libro no estuviera navegando hacia algún lugar apartado. Pero una noche mientras dormía parada a estribor, calló al agua y no despertó hasta que un par de golondrinas le picaron el cuello. No pisó tierra hasta cinco años después. Una noche fue descubierta cuando una aleta se le enredo en una red de pesca. Un barco tripulado por el capitán Bedoya y sus dos hijos. Acababan de descubrir medio continente así que ya no se descrestaban al ver sirenas.
Como la Francesa ya se había a acostumbrado a respirar por las branquias, tuvieron que construirle una pequeña alberca, ya que después de dos días de arrastrarla amarrada al ancla se le habían desprendido gran parte de las escamas.
El presidente la recibió como un héroe al conocer su historia en altamar, la invitaron a almorzar sancocho de pescado, pero a la francesa no le gustó la broma, así que casi muere ahogada tratando de huir del lugar aleteando por el suelo del salón. La primera dama se ofendió tanto que no solo echo a La Francesa del lugar sino que también mando al carajo al presidente. La Francesa nadó de regreso a la finca donde la esperaba el Pintor con una bolsa donde tenía todos los ingredientes para que le volviera a preparar la torta de plátano. Nueve meses después nacieron un pez payaso que pusieron en una pasera y Segundo, un niño que a los 10 años embarazó tres de las cuatro hijas de los Murillo, de donde nació Soledad, la niña que comía tanta tierra que encontró en las raíces del árbol de corozo el libro que tantos años buscó la Francesa.
A la Francesa ya le habían salido piernas otra vez cuando el pintor vendió su primer cuadro. Era una descripción de todo por lo que había tenido que pasar cuando se lo tragó la hamaca. Para La Francesa no era más que un reguero de pintura y dos cáscaras de plátano pegadas con mierda de burro, pero estaba feliz. Con la cantidad de dinero que el coleccionista les había pagado le alcanzaba para pagarle a una bruja que decía que podía resucitar el cuerpo de Tolíma. La ceremonia duró toda la noche, y precisamente cuando la Francesa comenzaba a hacerse a la idea de qué no podría encontrar el libro, los huesos de Tolíma comenzaron a unirse formando algo que parecía más un taburete que un muerto viviente. Así que no hubo forma física de hacerlo hablar. Pero estaba vivo. La Francesa se llevo el taburete para su cocina de su casa y lloró como nunca mientras pelaba algunos plátanos.
Un año después sin buscarlo encontró el libro debajo de la cama de Soledad. Pero casualmente unos días antes por descuido de la niña, mientras vigilaba las gallinas, el burro siete mil quinientos cuarenta y tres se había comido el ultimo cuarto de libro. El capitulo final nunca podría ser leído. Entonces la francesa decidió olvidarse de todo, y colgó una hamaca a escondidas del pintor para adentrarse en un mundo formado por un reguero de pintura y dos cáscaras de plátano pegadas con mierda de burro. Y la hamaca se la tragó.
El pintor enfureció tanto que se cortó la barba, quemó sus cuadros y se montó en la vieja camioneta para huir del lugar, pero como no sabía manejar se fue a una zanja donde permaneció inmóvil por los treinta y dos años que le quedaban de vida. La palmera que ya había crecido lo suficiente para dar cocos grandes los dejaba caer justo al lado de su boca, así que nunca pasó hambre ni sed, por que no hay nada mas refrescante que el agua de coco.

1 comentario:

xxx dijo...

Este si es desquiciado.